Un acosador sexual, que actúa camuflado entre el gentío del metro, va a encontrar la horma de su zapato en una aparente colegiala, tan ingenua como sexi.
Las puertas se abrieron con un sonido neumático y entré en el vagón, dejándome arrastrar por la marea de gente. Era hora punta y esa línea se satura al coincidir los que salen de trabajar con aquellos que entran, los estudiantes que vuelven a comer, las personas que van de compras a las tiendas del centro y los inevitables turistas. En el interior se mezclaba una profusión de olores: sudor, perfume, café, loción de afeitar…
Yo había escogido adrede esa hora porque sabía que era su preferida. Era muy probable que él estuviera a bordo: el número de posibles presas que acosar se multiplicaba y el gentío le servía para camuflar sus «actividades». Desde el centro del vagón donde me situé mi mirada auscultó entre los numerosos viajeros, sin estar segura, pese a todo, de que en esta ocasión lo encontraría. Había probado en días previos, pero él no había aparecido. Sin embargo, era cuestión de tiempo: más pronto que tarde asomaría.
Desde que lo había localizado una semana atrás, con su inconfundible mirada de depredador y sus disimulados movimientos, lo identifiqué como el típico acosador sexual del metro. De esos que se camuflan entre la multitud para magrear y sobarse con mujeres —contra su voluntad, por supuesto—; cuanto más jóvenes mejor, por resultarle más apetitosas y suponiéndoles una menor capacidad de reacción, defensa o protesta.
¡Bingo! Ahí estaba. Sentado en uno de los extremos del vagón. Un tipo de mediana edad, anodino, que no destaca por nada en especial y que parece de lo más inofensivo. Amable y encantador al trato. ¿Quién sospecharía de él? Salvo si te fijas en su mirada: sus ojos vigilan todo el tiempo a su alrededor, en busca de una presa sobre la que lanzarse. Mientras lo observaba, se clavaron en una chica vestida con ropa deportiva: leggins y top muy ajustados que desvelaban toda su fresca y potente anatomía.
